El silencio

 Rubia, blanca pálida, tapada hasta el cuello y con sus ojos cerrados. Su boca dibujaba una leve sonrisa y su cara trasmitía la más serena paz del mundo. Jamás la habíamos visto con tanta paz durmiendo. Lo estaba disfrutando, todos los dolores se habían ido, junto con las preocupaciones, pero esta vez, para siempre. 

Era un jueves a las 5 de la mañana, el jueves más frio del año de aquel invierno de julio. Era ese frio que te cala los huesos y te deja sin respirar, perdido y desorientado. Emma llegaba a su ciudad natal, se bajó del colectivo luego de un viaje con incertidumbres y al mismo tiempo con muchas certezas que, aunque no haya querido saber, su intuición se lo aseguraban. Dejó el colectivo y buscó la camioneta de su padre a la cual subió en silencio. Los ojos llorosos de él le decían todo, pero no salía palabra de su boca. El viaje a la clínica duró menos de tres minutos, al llegar, a los lejos y desde la vereda, pudo divisar a su hermano, sentado sólo en una de las butacas en la sala de espera, que, en ese momento, era la sala de la desespera. Caminó hacia él a través de un pasillo corto pero que en ese momento se hizo eterno, se vieron y se abrazaron fuerte. Él le susurro al oído y los invadió el sentimiento de desolación. En ese momento eran dos niños de tres años perdidos en un mundo de preguntas. Reafirmaron el abrazo, luego de unos minutos, se tomaron de la mano y empezaron a caminar. Pasaron dos puertas vaivén, y cada vez el frio se sentía más grande. El lugar era todo blanco y las luces encandilaban cada rincón. 

Al llegar a la puerta de la habitación se miraron y sin decir nada, sintieron que a pesar del dolor que cada uno portaba en el alma, estaban juntos. En el mayor de los silencios entraron, y ella estaba ahí. 

Rubia, blanca pálida, tapada hasta el cuello y con sus ojos cerrados. Su boca dibujaba una leve sonrisa y su cara trasmitía la más serena paz del mundo. Jamás la habían visto con tanta paz durmiendo. Solo que esta vez, ella no despertaría más, su mamá había muerto. 


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