La felicidad

Pensando en la felicidad me di cuenta de cómo su significado ha cambiado a lo largo de los años y que, en cada etapa de mi vida, la felicidad ha ido tomando diferentes formas. Ha sido metas distintas, ha sido nuevas y viejas caras. Fue situaciones, cosas, personas y lugares que han ido mutando a lo largo de mis años. 

Cuando era adolescente la felicidad era que el chico que me gustaba se fijara en mí. Esto es algo muy llamativo porque no ha cambiado mucho en mi vida, o en la de muchas mujeres (de mi círculo por lo menos). Es algo que hablo mucho en terapia, la felicidad de las relaciones, o, mejor dicho, cómo las relaciones pueden hacernos felices. En esta ocasión me refiero a las relaciones amorosas. Sostengo firmemente que las mujeres, a diferencia de los hombres, tenemos la pirámide de Maslow un tanto alterada. Veo y siento que como base está el amor a otro (amorosamente hablando), y luego, el resto de la cuestión. Cuando ese otro nos deja, nos desilusiona, no es correspondido, o simplemente nos desenamoramos, esa pirámide se va al carajo. Esa alteración afecta por completo nuestra base, en todos los sentidos y en todos los ámbitos de nuestras vidas, y claramente toda la pirámide para arriba. 

A medida que fui creciendo esa idea siguió en mi cabeza, pero empezaron a surgir otros deseos, que hacían a la realización de lo que yo pensaba que era la felicidad. Surgió la etapa de “vestirme a la moda”. Con todos mis kilos de más, al amor no correspondido se le sumó que no encontraba ropa. Jeans sin marcas, corpiños de vieja (por tener mucho busto), y ni hablar de vestidos donde mi idea era verme “sexy”, y lo único que veía al espejo era “una señora”. Una etapa poco feliz para dejar la adolescencia y recibir a la joven adulta. 

A medida que empecé a trabajar me empecé a concentrar en los viajes. Eso era algo que era correspondido, siempre y cuando planificara algo que haya podido costear; y que entraba sí o sí. No había talle ni amor por el cual esperar, era la meta perfecta. Es así como viajé, mucho. Y sigo viajando y sigo disfrutando, pero me di cuenta de que no, eso no es la felicidad. Viajar es simplemente estar alegre por un tiempo. Es el salir de la rutina con el deseo de hacer algo distinto, de ser quienes no somos a diario. El viajar es permitirse: es permitirse hacer el ridículo, “total no sos de ahí”; el viajar es hablar con extraños sin importarte nada; es ir a lugares que quizás nunca irías y caminar todo lo que no caminaste en un año. Pero eso no es la felicidad, son simples estados que duran un tiempo determinado. 

Me llevó mucho tiempo y muchos años de terapia el entender que ser feliz, en realidad, es estar bien con uno mismo. Es el equilibrio interno que uno logra para con uno y con los otros. Es también el hecho de permitirse estar mal y darse ese lugar. 

Viendo para atrás, puedo decir que la felicidad es poder andar desnudo por tu casa, tirarte pedos sin pensar si otro lo escuchó o, peor, si lo ha olido. La felicidad es poder abrazar a tu vieja, todos los días. Es recodar el olor de la niñez con una sonrisa, es usar tus calzones con agujeros porque son cómodos y los elegís siempre. 

La felicidad es abrazar nuestros errores, aceptar que nos equivocamos. Es el tener el registro de otro. Poder decir lo que pensamos sabiendo del peso de nuestras palabras. Es poder hablar desde nuestros sentimientos y no desde el enojo. Ser feliz es poder ser empático, entender que es más difícil caminar en los zapatos ajenos de lo rápido que nos sale juzgar. 

Aprendí con mucho dolor que la felicidad es poder amarse a uno mismo, sin esperar que otro lo haga primero, es reírse de nuestros propios pensamientos cuando hablamos solos. Pero, por sobre todas las cosas, la felicidad consiste en poder hacerse cargo, con amorosidad, de nosotros mismos. 

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