Epifanía
En un día de calor, el niño se cagó. Se cagó como nunca antes, hasta la nuca. Roberto lo escuchó y, como de costumbre, lo ignoró: podía adivinar por el llanto y el olor que era una bomba de la cual quería estar lejos. Cuando Rita lo agarró, empezó a cambiarlo y a discutir al mismo tiempo con Roberto, pues ella no concebía la posibilidad de que se hiciera el boludo de esa manera. Entre el cansancio y el calor, Roberto se rebeló. Le confesó que no tenía trabajo, que era poco estable con sus obligaciones y que le gustaba dormir hasta tarde. Que los domingos no contara con él, porque era su día para la cama y las carreras. Rita se calló; no podía creer todo lo que escuchaba, cómo había idealizado a aquel hombre y cómo sus ganas de ser madre no la habían dejado ver un poquito más allá y con claridad. Tenía el pañal en la mano a punto de cerrarlo y meter al bebé al agua. Roberto seguía confesando el presente dibujado. Rita lo miró fijamente y en un instante en el que no pensó, dejó salir todas sus emociones con fuerza y arrojó aquel pañal por el aire… con la mejor suerte de que le cayó a Roberto en la frente, abierto.
Bien merecido lo tenía, por hijo de puta y vago.
Bien merecido, por tener mierda en la cabeza.
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