Hansel y Gretel
Había una vez un leñador, Adler, y su esposa, Ernestine; vivían en una humilde cabaña con dos hijos, Hansel y Gretel. Los niños eran hijos del leñador, pero no de su esposa. Él había enviudado de muy joven, quedándose a cargo de ambos niños y cuidando de ellos lo mejor que pudo con los pocos recursos que tenía. Cuando se casó con Ernestine, decidieron anotarse como familia para cobrar los subsidios que daba el estado y así poder tener un mejor pasar. Sin embargo, nada de ese plan funcionó: la plata la cobraban por medio de Ernestine, pero nunca la veían. Según ella, se iba rápido en toda la comida y el calzado que compraba para los niños, que supuestamente, comían mucho y nada cuidaban.
Un día, viendo que ya no tenían forma de alimentarlos, el matrimonio se sentó a la mesa y amargamente tuvieron que tomar una decisión. Ernestine le había planteado a Adler que sus hijos eran bien pícaros y despiertos, que podían valerse por sus propios medios y que sería un buen plan dejarlos trabajando en la Ciudad de la Cogida. Esta ciudad se caracterizaba por tener un comercio únicamente de sexo y placer, como su nombre lo dice, y por darle casa y comida gratis a cualquier persona con buen físico y menor de 25 años que quisiera instalarse y ponerse a trabajar para incrementar el turismo. Gretel como mujer iba a hacer buenos pesos, y Hansel como hombre, y con su astucia, iba a poder administrar muy bien el ingreso que le generaba su hermana. A Adler se le rompía el alma con dicho plan, pero era verdad, cualquier panorama parecía ser mejor que el que estaban teniendo en ese momento. Con todo el dolor del mundo, Adler aceptó la propuesta de Ernestine, y Ernestine, con toda la maldad del mundo, lo gozó por dentro y en silencio.
Los chicos escucharon el siniestro ardid desde la habitación de al lado, ya que solo la separaba una cortina de tela. Se miraron con terror en los ojos y sin poder creer cómo su padre había caído en tan malvada y descabellada treta. Ninguno de los dos soportaba a su madrastra, pues era una mujer muy malvada y sucia, pero que llegara a este extremo les partió el alma. Cuando Adler no estaba les daba de comer afuera, como perros, les tiraba la comida al piso y no los dejaba entrar en todo el día. Era por eso que los niños preferían ir a trabajar con su padre, pero había días en lo que no podían. Les daba cólera ver cómo se iba de compras y volvía con ropa nueva, y luego le decía a Adler que se la habían donado. Esa noche ninguno de los dos pudo dormir, no sabían qué hacer. No tenían dinero para dejar esa casa y lanzarse al mundo, eran dos jóvenes recién entrados en la adolescencia y lo único que sabían hacer era cortar madera.
A la mañana siguiente los padres les informaron que iban a ir a buscar comida al pueblo vecino. Se subieron los cuatro al colectivo y al llegar empezaron a caminar la ciudad. Era escalofriante ver las mujeres desnudas en la calle con su varón administrador al lado. Aquí, a diferencia de otras ciudades, cada hombre administraba el cuerpo y trabajo de su mujer. No había policía y el alcalde era un administrador de su propia mujer, no había a quien recurrir por ayuda. Los niños no podían creer lo que veían y, sabiendo lo que les esperaba, no podían pensar en una solución inmediata. En un descuido y en el medio de una multitud, los padres se fueron. Los niños intentaron buscarlos, pero no los encontraron.
Hansel miró con terror a su hermana, y en ese mismo instante se le vino el mundo abajo. Hansel, que había jurado a su madre proteger a su hermana de por vida, se estaba quedando sin poder respirar. Gretel, por el contrario, lo agarró con firmeza de la mano y lo llevó al lugar más oscuro del callejón vecino. Ahí sacó de su campera agujereada un celular. Nunca habían tenido uno, Gretel lo había robado la noche anterior del cajón donde Ernestine lo tenía escondido; no sabía muy bien cómo se usaba, pero tenía en claro que podía ser una solución. Empezaron a tocar botones, sin parar y sin pensar y, de repente, una voz del otro lado habló:
–Emergencias, ¿en qué puedo ayudarlo?
Hansel abrazó a su hermana con fuerzas, estrujándola y sacándole todo el aire que sus pulmones tenían. En ese momento, en ese preciso instante en que una voz amable les respondió del otro lado, se sintieron en paz.
Gracias, tecnología. De nada, migas de pan.
Comentarios
Publicar un comentario