La bolsa de nylon
Si hay algo que caracterizó siempre a mi familia es la discreción, en todas sus formas, tamaños y colores; pero llegó un día en que todo ese esfuerzo de años se fue al tacho, en minutos.
Era el 24 de diciembre y, como todos los años, íbamos camino a festejar Navidad con la familia, en una finca en las afueras de la ciudad. Lo que distinguía a nuestras Navidades era la cantidad de gente, comida y más comida; como “buenos católicos”, claro. A pesar de que en mi núcleo familiar éramos cuatro contando a mi abuela, en las reuniones de fin de año, la gente se multiplicaba, como los panes de Jesús. “Los primos de los tíos más los hijos de los nietos”, sumaban una cantidad de personas donde un niño pasaba desapercibido, no solo por la multitud, sino también por la altura. Lo bueno es que había más chicos para distraer a los adultos, y el plan que teníamos con mi primo y mi hermano iba a ser un éxito.
Nuestra misión para ese 24 era encontrar a Papá Noel y nadie nos lo iba a impedir. Era un plan que habíamos afilado y pulido por semanas, sin que los grandes nos descubrieran. Todo estaba cronometrado y cada uno tenía un trabajo importante por llevar a cabo.
Esa noche, estábamos listos. Salimos de casa con la mejor ropa, llevando las bebidas y el vitel toné, intentando que nada se cayera. Era tradición el vitel toné de mi madre, no había Navidad sin él. Pasamos a buscar a mi abuela por su casa, y nos resultó extraño verla con una bolsa de nylon con algo redondo adentro. No tenía forma de bandeja ni de helado, era perfectamente redondo y lo traía sin ningún cuidado alguno, por consiguiente, no corría el riesgo de que se rompiera o cayera líquido. Fui observando esa bolsa todo el viaje, intentando saber qué era y por qué traía eso. Cuando llegamos a la finca, con la emoción de saludar a los demás e irme a jugar, perdí la logística de la bolsa y al pasar la noche me olvidé por completo.
Se acercaba la hora clave, se acercaban las 12 y el plan empezaba a tomar curso. Mi hermano se encargó de que lo vieran cerca del árbol junto con los otros niños, y por consiguiente mi madre pensó que yo estaba cerca. Con mi primo nos alejamos rápidamente cuando todo el mundo empezó a acercarse a brindar, fuimos corriendo a la parte de atrás de la casa, donde hay unos pinos muy grandes y altos. Según los adultos Papá Noel venía por ahí y dejaba estacionado su trineo en el techo.
Nosotros estábamos decididos: íbamos a subir a los pinos y descubrir, finalmente, el trineo de Santa. Cada uno tenía un pino asignado y mi hermano, por ser el más pequeño y regordete, iba al pino más enano. Tomamos nuestros respectivos puestos y empezamos a subir: hojas caídas, ramas rotas, rodillas raspadas, quejidos… no era tan fácil como lo habíamos imaginado. Los pinos, para que sepan, no son fáciles de escalar como un árbol común. Su follaje es mucho más cerrado y les juro que sus ramas tienen una especie de espinas invisibles; no son aptos para curiosos.
Cuando íbamos a la mitad del camino, pasó la tía de mi primo y oyó los ruidos. Se detuvo y empezó muy sigilosamente a buscar de dónde venían. Como todo adulto con misión de arruinar misiones, nos descubrió. Cuando le contamos qué era lo que hacíamos trepados ahí arriba, de un solo grito nos hizo bajar de los pinos. Nos llevó al patio con los adultos y nos dijo que abriéramos los regalos, que Papá Noel ya se había ido y que, por portarnos mal, la próxima Navidad probablemente no nos traería nada. Como niños casi obedientes, o quizás porque no teníamos opción, hicimos lo que nos decía. Abrí cada regalo con sensación rara. Esa Navidad yo quería otra cosa. Cuando fui a mirar qué le había traído a mi primo, ahí lo vi. En ese momento entendí todo y la tristeza inundó mi ser. Había una pelota radiante dentro de una bolsa de nylon. La misma bolsa que mi abuela, esa noche, había subido al auto. No les puedo explicar la sensación de desasosiego que tenía pero, como “buena católica”, mantuve silencio.
Esa noche me fui a dormir con muchas preguntas, y sin respuestas. Esa noche me di cuenta de que la magia de todas las Navidades había terminado. Ya no había motivo por el cual festejar Navidad, no había razón para hacer cartitas o poner césped a los Reyes, porque seguro tampoco existían. Todos los dientes que el Ratón se había llevado seguramente estaban en el cajón de algún ropero de mi mamá, o peor aún, ¡en la basura! Ahora entendía por qué los grandes no pedían regalos y con un “deseo que seas feliz” bastaba. En ese momento entendí porque se emocionaban al vernos a nosotros hacer el nido para el Conejo de Pascua. Los adultos no hacen nada de eso, solo observan y sonríen, como anhelando poder tener esa fe e inocencia que habían perdido.
Esa noche, esa madrugada del 25 de diciembre, con tan solo 10 años, me di cuenta de que mi vida había cambiado. Esa magia, todo eso que había disfrutado hacer hasta el momento, no iba a existir más. La vida no tenía sentido sin la inocencia, y una bolsa de nylon me la había quitado. Ese día, esa madrugada y sin querer, me convertí en adulta.
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