Muriel
Muriel siempre fue de esas mujeres que tiene todo en orden, incluidos los perfumes que usa, uno por día y ordenados uno detrás del otro. La cama la hace apenas se levanta y tiene que estar tensa, nada de esas arruguitas que aparecen cuando solo “se estira”. Cuando era chico, me encantaba saltar encima, la volvía loca; ahora de grande, ya no es tan divertido, no la veo reír, me grita y se frustra. Es una buena mujer, hermosa, alta, de cabello castaño y siempre está limpia. Sé que quizás esto resulta raro, pero no la puedo oler, no tiene un olor particular. Yo busco y busco, pero no lo encuentro. Todos tenemos un olor, un olor que nos caracteriza, que nos hace únicos, que nos identifica. Incluso el olor nos dice y muestra el estado en el que estamos, cómo nos sentimos, lo que queremos y, sobre todo, en qué día del ciclo estamos. Ella, en cambio, no. Solo tiene los olores embotellados que se pone todos los días, y cada día es uno distinto.
Muriel está casada con un hombre tan atractivo y rico como ella. Pero ninguno de los dos sonríe, por lo menos no como antes. ¿Por qué será que a medida que crecen van perdiendo la felicidad? ¿O será quizás que a medida que yo crezco le voy quitando felicidad? Vivir para mí es fácil, y cómodo, pero para ellos luce bastante agotador, y para Muriel últimamente ha sido confuso. La otra noche, entre lágrimas y risas me confesó que no lo quería, que ya no amaba a su esposo. Eso es algo extraño, que a él, con quien duerme todas las noches, no lo ame; y a mí, con quien solo comparte ocasionalmente la misma cama, me bese y me confiese su amor como a nadie más. Me siento especial y, por momentos, eso me da miedo. ¿Cuánto amor puede tener alguien realmente? ¿Cuándo se acaba ese amor? Y, sobre todo, ¿por qué? Muchas preguntas para alguien que siente que la vida debería ser más simple, más disfrutable y, sobre todo, hacer lo que uno quiere y siente en el momento. ¿Cómo podría yo transmitirle esto a ella, si apenas puedo besarla para demostrarle mi amor?
Aquella noche, mientras ella dormía, recordé del mapa en el que me mostraba todos los lugares a donde iría algún día. Nunca entendí porque no lo había hecho ya. Mis necesidades se satisfacen muy rápido, ¿por qué las de ella no? Creo que a eso le llaman deseo, o estupidez en este caso. Me costó mucho encontrarlo, había guardado su sueño en una caja al fondo de un placar. Agarré la maleta verde que tenía al alcance y empecé a meter toda la ropa que me gustaba de ella. Esto se trata de deseo, y yo quiero ir con ella, así que puse mis cosas al lado de su valija por si decidía llevarme. El amor es frágil, y la incertidumbre suele ser grande.
A la mañana siguiente la ansiedad me pudo, la desperté con mil besos. Apenas abrió los ojos vio los zapatos blancos. Siempre dijo que la hacían ver elegante, sentirse mujer y al mismo tiempo, dominar el mundo sobre tacos. Asumo que son sus preferidos y, a decir verdad, también los míos. Ella no entendía mucho qué era lo que pasaba, por qué esos zapatos estaban ahí, por qué había una valija al pie de la cama. Tardó un poco en recobrar la cordura, aún estaba muy dormida y desorientada. Le di tiempo, pero la volví a besar, quizás mi ansiedad transformada en lamida ayudara a despejarle el sueño. Al abrir los ojos de nuevo se acercó a la valija y pudo ver el mapa. Sin pensarlo respiró profundo y me miró. Logró ponerse los zapatos al mismo tiempo que se ponía el vestido que la noche anterior había dejado sobre la cama. Puso mis cosas en la misma maleta que yo había armado la noche anterior. Corriendo agarró mi correa y con la otra mano llamó a un taxi. Salimos de la casa los dos juntos.
Nos paramos en la vereda a esperar que el auto llegase.
La miré a la cara, la vi sonreír y por primera vez en mi vida, pude sentir su olor.
El olor a la felicidad.
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