Rayito de Sol
Catamarca Capital, año 1987 y, como de costumbre en Noviembre, el sol partía el asfalto de la calle Sarmiento al 300. Ahí se encontraba Sara, acomodando su bolso y tomando el último baño antes de salir con su esposo a la clínica. Ese 11 de Noviembre, aunque el médico no le había dado fecha, ella había decidido que su hija iba a nacer. Y así fue. Mirándolo desde lejos ahora, cabe preguntarse que habría pasado si era un varón, porque la idea de una hija estaba instaurada en Sara desde que tenía pocos años de edad, cuando a todas sus muñecas, marca “Rayito de Sol”, las llamaba Nieves. Hubiese sido más útil que esa convicción y fuerza para que su hija saliera mujer, le hubiera funcionado para la quiniela, pero eso será en otro cuento.
Nieves nació el 11 del 11 en la habitación 11 y, como predicción de bruja, aquella bebé rosada y pelada de 3,400 kg nació con una marca roja en el entrecejo. Todo muy raro, pero totalmente cierto. Desde su primera respiración de bienvenida en este mundo, ya tenía una huella y dejaría un par más.
Cuando tenía apenas dos años y medio, y muy sorpresivamente, un 12 de julio de 1990 nació su hermano, Andrés. Sin saberlo, con aquella primera mirada en ese moisés de clínica antigua, ella conoció a uno de los amores de su vida, su cómplice en esta complicada y loca vida, convirtiéndose en hermana mayor y aceptando por primera vez, de muchas, un compromiso innecesario. Al contrario de todo hermano mayor, ella decidió no tener celos, no hacer berrinches y tomar una postura un tanto adulta para su corta edad. Le dijo a su mamá que no iba a usar más pañales, porque los pañales eran para el bebé, y ella ya era grande. (¡¡¡Qué dice, señora!!! Por el amor a Dios, ¡vuelva el tiempo atrás y quédese con los pañales! Disfrute de ser niña…). Como podrán notar, ya asumía muchas responsabilidades, pero ella no lo sabía, y su madre tampoco.
A la edad de cinco años sus padres se divorciaron, difícil época para que Sara tomase dicha decisión, pero no olvidemos que Nieves había nacido mucho antes de, literalmente, nacer. Era, en el imaginario de su madre, una muñeca Rayito de Sol; por consiguiente, Sara se había casado para hacer realidad esa fantasía.
Por lo que respecta a Nieves, transcurrió la mayor parte de su niñez y adolescencia sin poder encajar muy bien con su edad y sus compañeros. Era como una mini adulta en cuerpo de niña. No fue una infancia fácil, se crio durmiendo en cuchetas de hospitales mientras su madre estaba de guardia. Su compañía era su hermano, que estaba a su cargo, y mosquitos tan grandes que ella imaginaba que eran helicópteros que iban a alguna guerra. Luego del colegio, pasaba a hacer la tarea en la casa de su abuela, mientras ella miraba sus novelas mexicanas y comía caramelos masticables a escondidas. No juzguen a la señora: las personas a cierta edad pasan a ser inimputables. Otras tardes, y si tenía suerte, le tocaba ir a la farmacia donde trabajaba su madre. Sí, señores, Sara era una súper mamá que tenía tres trabajos y sus horarios eran de Lunes a Viernes, de 6 de la mañana a 11 de la noche, y los fines de semana le tocaban guardias de 48 horas. Ningún superhéroe hizo historia de manera fácil, y ella era el claro ejemplo de esto. Volviendo a Nieves, en el tétris de encajar horarios con deberes, aprendió a leer sentada en una mesa bien larga, de madera vieja, rodeada de estantes de medicamentos, sin hacer bullicio, porque era el trabajo de mamá. Siempre le tuvo mucho miedo a leer en voz alta, y quizás por esa razón aprendió a “leer en voz alta, pero en silencio”.
A la edad de 16 años se despidió de sus amigos y sus familiares, y se subió un avión para ir a un pueblo de solamente 2.000 habitantes en el medio de Estados Unidos. La odisea debía durar 9 meses, que es el calendario académico, pero ella quiso quedarse hasta el último minuto que su visa de estudiante le permitía. Fue el mejor año de su vida: vivió lo más que pudo, disfrutó de cada paisaje, de cada bocanada de aire fresco que daban las mañanas nevadas, sabiendo que iba a ser un día extraordinario. Por primera vez se sentía en su lugar. Seguía siendo una, ya no tan pequeña, persona adulta. Disfrutaba del orden del lugar, de que las cosas funcionaran, de que la palabra fuera garantía, de que el consumidor siempre tuviera razón. Por primera vez se compró un jean sin tener que meter panza y aguantar la respiración, o sintiendo de antemano la frustración de que con 16 años iba a tener que comprarse ropa de “vieja”. Todo funcionaba bien, inclusive la inclusión de tallas.
Al volver a Catamarca, fue un shock, no por la diferencia de horario y clima, o los años en los autos. Menos aún porque la gente tirara los papeles en el piso o los peatones cruzaran la calle por el medio de la cuadra; todo eso era más o menos llevadero. Fue un shock porque se sentía grande en una ciudad chica; sus amigas no entendían el mundo que había allá afuera, y lo peor era que no tenían curiosidad por visitarlo. Si antes de irse sentía que no encajaba, al volver se sintió exactamente como esa pieza del rompecabezas que uno aprieta para que entre, pero no hay remedio, no encaja.
El respiro de libertad fue cuando se mudó a Córdoba a estudiar. Ahí en gran parte pudo volver a ser ella, conectando no solamente desde el arte, sino también desde la danza. Claramente Nieves había nacido para estar en movimiento y crear. Debe reconocerse que no fue una niña fácil ni barata: se anotaba a todos los eventos posibles, desde deportes y actos en los colegios, a acciones solidarias. El sentimiento de hacer justicia y ayudar al prójimo lo heredó de su madre; la paciencia para armar cosas, de su padre. No sabía lo que era quedarse quieta, y así fue a lo largo de toda su vida. Ya convertida en una adulta, con cuerpo de mujer pero sintiéndose adolescente, yendo y viniendo todo el tiempo, bailando en cada rincón que encontraba, siguió en esa insaciable búsqueda de conocerse, de conocer nuevas culturas, de viajar sin mucho dinero, de trasladarse con la imaginación y de hacer las cosas por placer.
Cuando tenía 31 años la vida le pegó fuerte. Aprendió a idealizar menos, que la gente no cumple con su palabra y que hasta los familiares desaparecen cuando el mar está turbio. Tuvo que crecer aun más, y más rápido, desde el dolor.
Ahora, un año más tarde, sentada frente a una computadora, a un mes de cumplir la famosa edad de Cristo, se da cuenta de que la vida no fue fácil. De que, aunque intente escribir su vida con humor ignorando el hambre que ha pasado, la ropa llena de parches y las noches que vio a su madre llorar porque no sabía cómo hacer para pagar las deudas que quedaron cuando aquel esposo se fue, Nieves nunca dejó de soñar. Nunca dejó de crear en su mente, con aquella mancha roja en su entrecejo, ahora borrada por los años, la más bonita de las realidades posibles para el día siguiente. Ella sigue soñando, pero los sueños se transformaron. Ahora los sueños son el lugar donde se encuentra con ella, con Sara, la mujer que aquel Miércoles 11 de Noviembre a las 19:30 hs., sin ecografía predictiva de nacimiento, le decía totalmente segura a su obstetra: “¡Meté cuchillo, gordo, que mi hija se pasa!”.
Nieves Blamey
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